Las enfermedades cerebrovasculares representan la segunda causa de mortalidad entre los mayores de 60 años en los países desarrollados (en España, por ejemplo, el ictus causa cada año unas 18.000 muertes). Pero la deseable tarea de concienciación social va a resultar sumamente difícil, me parece, mientras no seamos capaces de dar con un nombre más adecuado para la enfermedad.
No tienen este problema en inglés, donde al ictus lo llaman stroke (forma coloquial y abreviada del antiguo nombre técnico apoplectic stroke). Porque, en inglés, desde el catedrático de neurología más encopetado hasta el último paciente sin apenas estudios, todo el mundo usa el mismo término, stroke, para referirse a la misma enfermedad.
Muy distinto es lo que sucede en España. En los hospitales españoles, el término más utilizado para traducir el inglés stroke es claramente ictus (forma coloquial y abreviada del antiguo ‘ictus apoplético’). Este término tiene la ventaja de que es igual de breve y sencillo que el inglés stroke (e igual de impreciso, pues engloba tanto las formas hemorrágicas como las isquémicas de la enfermedad), pero también un grave inconveniente: que es de uso habitual entre neurólogos y otros médicos, sí, pero prácticamente desconocido para el resto de la población. En una encuesta1 efectuada en España el 1 de junio de 1999, por ejemplo, el 95% de los encuestados no supieron decir qué es un ictus; y el problema no es de cultura general, porque el 92% de esa misma población encuestada sí que sabía de qué les estaban hablando cuando los entrevistadores pasaban a utilizar otros sinónimos, como ‘embolia cerebral’, ‘derrame cerebral’ o ‘infarto cerebral’. Aunque, a fuerza de su uso por los médicos, la palabra ‘ictus’ vaya entrando poco a poco en el vocabulario general de nuestro país, su desconocimiento sigue siendo prácticamente general en América2.
Para soslayar este problema, hay quienes abogan por la expresión más descriptiva accidente cerebrovascular (mejor que *accidente cerebrovascular agudo*, expresión redundante por cuanto todos los accidentes son, por definición, agudos). Tiene el inconveniente, no obstante, de ser excesivamente larga y pedir rápidamente su abreviación a ACV (mejor que *ACVA*), que es ya una sigla críptica para los pacientes.
Otra posibilidad, sin duda más apropiada para el lenguaje médico hablado y la divulgación, podría ser recuperar la forma clásica apoplejía, que habíamos dejado caer en desuso. Y que no debemos confundir con ‘derrame cerebral’, un término coloquial de significado más restringido, pues designa únicamente el ictus hemorrágico (deja fuera, pues, todos los ictus isquémicos).
Si no hacemos algo, me temo que al ictus le va a pasar como a la EPOC3: que con un nombre de uso restringido a la clase médica nunca llegará a disfrutar del grado de concienciación social que sí han conseguido el cáncer, el sida, la enfermedad de Alzheimer y el infarto de miocardio.
Obras de referencia recomendadas:
Diccionario de dudas y dificultades de traducción del inglés médico (3.a edición), 2013-2024; disponible en: www.cosnautas.com/es/catalogo/librorojo.
«Laboratorio del lenguaje» de Diario Médico, 2006-2024, disponible en: www.diariomedico.com/opinion/fernando-navarro.html.